Lo confieso, estoy gozando con las primeras páginas de un libro; un texto crítico con el modelo ideal de diálogo que nos estamos comiendo con patatas, y crítico con el desarrollo que se hace de los procesos de participación y empoderamiento en nombre del diálogo y con este por bandera.
Algunas personas ya sabéis que llevo tiempo investigando sobre el dialogo y sus posibilidades en la construcción de nuevos modelos sociales y organizacionales, promovidos por nuevas dinámicas personales y relacionales. Un tema, y problema recurrente, en las prácticas de estas dinámicas es el del «baile del diálogo y el poder». En un post anterior ya hablo de este desafío.
Algunos textos nos han hecho creer que el diálogo es una especie de proceso o producto ideal, perlado por el consenso y por unas relaciones de mutualidad e igual consideración del otro que crean nuevos sentidos de la realidad que se vive. Confieso que yo misma me he visto atrapada en esa conceptualización ultra positiva del término.
Concluyo, hoy, que no hay diálogo sin poder; resulta imposible desplegar el uno sin que el otro opere, consciente o inconscientemente. Esto hace que el diálogo ya no sea ese lugar ideal.
Louise Phillips habla de esto en su libro «The Promise of Dialogue». Este libro sí que promete. Ella cita a Foucault para recordarnos que «la realidad social está constituida en discursos que adscriben significados al mundo desde perspectivas particulares», individuales.
El discurso, según ella, está intrínsecamente vinculado al poder y al conocimiento. Por lo tanto el conocimiento también es un producto situado y contextual, más que neutral e independiente. Y en la producción de nuevo conocimiento también están los sesgos del lenguaje, el género, la clase social, la raza o la etnia. No existe ese ideal de «mutualidad» que decía Buber. Y en las organizaciones, aún menos.
En consecuencia, y siguiendo con Phillips, es imposible llevar el diálogo a un lugar ajeno a las relaciones de poder. Cuando activamos diálogos, activamos formas que enmascaran, marginan o excluyen otras maneras de conocer y hacer que difieren de las propias. Y esto sucede cuando hablamos de dialogar para abrir espacios de participación y empoderamiento.
Es imposible que suceda de otro modo. Pretender que nos posicionamos en igualdad ante un tema, cuando abrimos el espacio a la participación o en nombre del empoderamiento, es una ilusión que puede desembocar en muchas desilusiones (porque al final, el poder y la exclusión acabarán entrando en la ecuación y mostrando su pulso natural).
Para mi la clave es, primero, reconocer que es inevitable que esto suceda (reconociendo, también, que no sabemos muy bien cómo acompasar diálogo y despliegue de poder en la práctica); y segundo, trabajarlo como algo de valor, no como algo negativo a eliminar, esta es la realidad que emerge, ¿qué nos está mostrando? ¿qué nos está diciendo? ¿qué podemos hacer con esta información que recogemos de este modo?
Phillips aboga por la reflexión: dice que es desde la consideración crítica y reflexiva de esas prácticas de diálogo, y la influencia en ellos del poder, desde donde se pueden ajustar las prácticas. Eso sí, se podrán ajustar y mejorar siempre y cuando exista un deseo (¿genuino?) de hacerlo. Si no, mejor que nos ahorremos el viaje del diálogo porque va a generar más dolor que otra cosa.